Conocí a una directiva cuyo ejemplo retrata lo que les sucede a las personas que persiguiendo la estela de lo que se supone que debe ser una vida exitosa, se fallan a sí mismas de manera sistemática.

El concepto envenenado e inviable de “éxito” que ha elaborado esta directiva en su psique y las artificiales estrategias de influencia que emplea en su día a día para aproximarse a ese ficticio objetivo, en realidad, no están en consonancia con las sabias revelaciones que su intuición y conciencia ya le han manifestado, por activa y por pasiva, a modo de ronchones insoportables en su piel.

Inmersa en el círculo vicioso de creer que está llegando a su objetivo, se va alejando en mayor proporción de sí misma. Ahí es cuando el efecto corrosivo se empieza a hacer evidente, hasta el punto de provocar, no sólo disonancia, sino también cierta compasión, entre los mismos colaboradores.

Los estragos que causa el ejercicio mantenido de la incoherencia con nuestro propósito vital más profundo y nuestros principios y valores, en la salud psicológica de quien la ejercita (y quienes le padecen), en mi opinión, es uno de los factores más importantes para explicar el debilitamiento moral y posterior declive de una persona. La incoherencia actúa en el ser humano, igual, igual que las sustancias corrosivas, destruyéndole y dañándole integralmente de manera irreversible.

Las personas -a priori, psicológicamente sanas- que actúan incoherentemente de forma mantenida en el tiempo en una o varias de sus esferas vitales, lo hacen motivados por tres razones principales: a) por interés personal, es decir, por la idea de obtener un beneficio extrínseco o intrínseco que comporta un valor, b) por miedo a la soledad, a ser castigados, a no ser integrados en un colectivo determinado, a la obediencia a la autoridad, a fallar en el cumplimiento de expectativas ajenas, etc. y c) por estupidez, ignorancia y ceguera ética.

 

La decisión personal de alejarse conscientemente de la autenticidad deriva en patologías psicológicas y físicas que surgen internamente como un mecanismo de defensa interno que está llamando desesperadamente a la acción para abandonar de forma urgente un camino incompatible con aquel que se empecina en su andadura.

En esa balanza imaginaria en la que se sopesan decisiones fundamentales para vivir una vida digna, genuina y verdadera, no se considera el enorme impacto negativo que provoca la incoherencia en la (auto) confianza, la (auto) estima y la propia lealtad hacia uno mismo. Se debería transmitir, desde una educación temprana, la importancia de no “verter” en nuestra vida decisiones incoherentes que corroen la propia esencia y talento. El éxito nunca puede estar alejado de lo que es substancial para nosotros.

 

Esas incoherencias nada tienen que ver con las incongruencias o contradicciones, en las que todos caemos tarde o temprano por nuestra propia condición humana, y que son fundamentales en el proceso de aprendizaje y evolución personal.  Me refiero a elecciones de vida que tomamos conscientemente sabiendo intuitivamente que entrarán en conflicto con nuestra genuina manera de entender el mundo.

 

El ser humano es increíble por su complejidad y sabiduría innata. La enfermedad tiende a emerger en ese conflicto interior que no acaba de resolverse y lo hace como un mecanismo de defensa que le advierte del peligro de seguir en ese lugar en el que visceralmente ya se sabe que a uno no le corresponde estar.  Lo curioso es que lo hace de las maneras más insospechadas y variopintas.  En todos los casos que he vivido de cerca, me he percatado de que esas decisiones justificadas, pero incoherentes con uno mismo, nunca acaban bien; muchos ni siquiera son conscientes de que sus depresiones, enfermedades autoinmunes, migrañas, problemas tiroideos, fatiga crónica, hipertensión, problemas musculoesqueléticos, infecciones recurrentes y cánceres de diversa índole surgen en mitad de una agonía interna debida al empecinamiento de vivir una vida que no está en consonancia ni con el propósito, ni con los valores y principios que constituyen la propia idiosincrasia.

 

La buena noticia es que algunos, en mitad de estas crisis terribles, consiguen -dentro de su extenuación- despertar y conectarse con ellos mismos. El aprendizaje sobre el verdadero peaje que se paga es algo poderoso y útil en muchos casos para conducirse hacia nuevos escenarios congruentes con un concepto de vida digna y plena. Ese despertar marca un antes y un después definitivo, con perspectiva muchos se sorprenden de las dosis de incoherencia que fueron capaces de sobrellevar. Nietzsche decía en su tono vitalista característico  “no existe mayor privilegio que ser uno mismo”. las personas más felices que conozco son las que disfrutan intensamente de su autenticidad y se respetan a sí mismas; especialmente, aquellas personas que han aprendido a caminar con dignidad y coherencia interna después de muchos años de sufrimiento emocional intenso.

 

He conocido directivos que practican la coherencia de una manera genuina en todos los ámbitos de su vida. Las grandes personas tienen un necesidad imperiosa de serlo en todos y cada uno de sus ámbitos vitales, sacrificando naturalmente todo aquello que dañe el tesoro de su dignidad y la confianza de quienes le rodean. 

Paradójicamente, hay buenas personas que se pierden en ese concepto adulterado de éxito y acaban entrando en la oscura dimensión de la disociación, la despersonalización, las excusas, e incluso, la banalidad del mal. He conocido directivos que de manera sistemática toman decisiones que van absolutamente en contra de sus valores personales, pero lo justifican con argumentos muy elaborados y lógicos relacionados con “son cosas que van asociadas al cargo” u “obedezco directrices de arriba”; como si el cargo no lo ocupase una persona.

 

Uno de los hallazgos más importantes desde que ELO comenzó su andadura es haber llegado a la conclusión de que la primera característica que debe cumplir un gran directivo es el desapego a su posición. Los directivos más estratégicos, inteligentes y éticos que he tenido el privilegio de conocer, tienen plan B, C y D porque saben sobradamente que en caso de que ocurra algo importante que choque frontalmente con sus principios, valores y propósito, la opción va a ser enfrentarlo y solucionarlo con los consiguientes conflictos naturales de un ecosistema de hipersensibilidad que no perdona esas extravagancias.

Los directivos que se aferran a su cargo jamás serán líderes éticos, por la sencilla razón de que evitarán tomar decisiones coherentes en beneficio de otro tipo de intereses comunes. Así que, si eres empresario o alto directivo y quieres tener una idea aproximada de la calidad ética de un profesional de tu equipo directivo, pregúntale qué razones le impelerían a marcharse del puesto que ocupa y pon atención a  cómo despliega en la práctica su habilidad para resolver dilemas éticos, tomando buena nota de las variables que tiene en cuenta a la hora de decidir. Esos momentos de la verdad esbozan con bastante precisión su grado de coherencia y desarrollo moral.

 

Cuando auditamos el liderazgo ético en las organizaciones, medimos el grado de coherencia ética de los profesionales a través de tres variables concretas analizadas desde la percepción de las personas que trabajan con el directivo:  a) su congruencia axiológica, que tiene que ver con la armonía intra-personal con unos valores y principios éticos y su vivencia cognitiva, emocional y comportamental. Esta dimensión está íntimamente relacionada con la autenticidad personal que se basa en el ejercicio mostrarse con transparencia tal y cómo es; b) la congruencia profesional o “indicador de cumplimiento de compromisos”, relacionada con lo que el directivo dice que va a hacer y la probabilidad percibida por sus colaboradores de que finalmente lo acabará haciendo. Esta es una cuestión central en las organizaciones con una sólida cultura ética; y c) La lealtad y el respeto al código ético de la organización, sus normas y valores, cuestión que se ha convertido en prioridad para aquellas organizaciones que apuestan por el valor de la sostenibilidad y la responsabilidad.

Estos tres factores tienen un impacto decisivo en la confiabilidad del profesional que se convierte en el germen necesario para hacer florecer el intangible más valioso de cualquier organización que es la confianza.

 

Las organizaciones deberían evaluar con cierta frecuencia la coherencia ética (congruencia axiológica, profesional y normativa) que los individuos demuestran en su práctica profesional, especialmente, en el caso de aquellos que dirigen personas; porque la propiedad corrosiva de la incoherencia no sólo actúa sin piedad en quien la práctica, sino en quienes son víctimas de esas decisiones incoherentes que producen paranoia, desconfianza, impotencia, frustración y desorientación en los equipo de trabajo. Sólo por esto último, merece la pena que las organizaciones presten algo más de atención a estas cuestiones.

Puede resultar redundante, pero evaluando el índice de coherencia directiva, inevitablemente se transmite un mensaje coherente sobre la preocupación auténtica de las organizaciones por el bienestar de las personas y el fortalecimiento de su cultura.