LA DICTADURA DEL VICTIMISMO
“La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño.”
Friederich Nietzsche
Friederich Nietzsche, Antonio Escohotado y la mujer más fuerte del mundo, o sea, mi madre, han sido mis tres maestros fundamentales para entender el mecanismo interno que desencadena y motiva el ejercicio del victimismo; que cuando se practica de forma consciente, se convierte en un arte de la manipulación para la supervivencia en el que muchas personas han logrado obtener un doctorado Cum Laude (unánime).
Haciéndome un poco la víctima, diré que los tres son los culpables de mi intolerancia espiritual hacia cualquier tipo y forma de victimismo manipulador. Una alergia propia del ánima que le acarrea numerosos disgustos y enormes satisfacciones a quienes se resisten a esa dictadura que, por desgracia, impera en nuestras sociedades y organizaciones.
En palabras del genial Antonio Escohotado -y de mi madre-, “detesto el victimismo y pago sin vacilaciones el peaje de la independencia”. Así es, la autonomía se paga carísima, aunque como diría el maestro Nietzsche “ningún precio es demasiado elevado por el privilegio de ser uno mismo”, frase que se entenderá mejor en la medida en que se comprenda holísticamente lo que implica el término dignidad, paradójicamente, utilizado sin ninguna discreción por estos individuos.
Etimológicamente dignidad tiene su origen en la palabra decet, que significa conveniente, ser apropiado, estar o sentar bien. A decet se vinculan los sustantivos decus que significa nobleza, decencia; decor que quiere decir bello, magnífico, y dignus que significa merecedor. De dignus deriva dignitas, que significa mérito, relacionado al merecimiento de cargos públicos. En palabras de Benjamin Veschi “Cuando las autoridades del imperio romano enviaban a un funcionario a otro territorio, la persona enviada era un dignatario. Esto implicaba que en su misión como embajador de Roma debía comportarse con una actitud honorable, es decir, digna de la institución a la que representaba. Por lo tanto, el funcionario era la personificación del imperio y, en este sentido, estaba obligado moralmente a comportarse de manera responsable. Paralelamente, una persona poseía dignitas cuando se ganaba el respeto de los demás por su comportamiento ético. Con esta denominación se hacía alusión a su prestigio, su honor o reputación social. Para el político y filósofo Cicerón la dignitas es uno de los valores humanos más elevados, ya que se encuentra en un nivel muy superior a los intereses personales.”
Una persona que valore profundamente la dignidad es naturalmente antagónica al victimismo, puesto que difícilmente perpetuaría en su práctica vital estrategias de manipulación básicas que le impidieran elevarse y transformarse para alcanzar la plenitud.
De Nietzsche aprendí una de las lecciones más útiles de mi vida, relacionada con la enseñanza de una filosofía auténticamente vitalista, edificada sobre la voluntad de poder y la necesidad de una dolorosa transformación personal para superar el resentimiento propio del victimista.
La gestión del sufrimiento y la frustración mantenidos en el tiempo, pueden desarrollar personalidades muy variopintas, pero en todos los años que he vivido, bien es cierto que no he conocido una sola persona que admire profundamente por su belleza interior, que no haya transitado por vicisitudes complejas.
Para Nietzsche el resentimiento y el victimismo son síntomas de decadencia personal y social. Aquel que se atreva a ir más lejos en su desarrollo se convertirá en súper hombre (Übermensch) encarnado metafóricamente en la figura de “el niño”; un niño que ha sido capaz de conquistar un estadío de conciencia superior, en el que ya no se reniega, no se somete, ni se odia, ni se destruye, sino que superando la mediocridad del resentimiento y la confrontación, ha sido capaz de crear su propio proyecto en el mundo, su jerarquía de valores y experiencias vitales.
Siempre que pienso en esta idea del filósofo, me vienen a la cabeza algunos emprendedores y empresarios amigos míos. No creo que sea casualidad que ninguno de ellos sea un victimista, más al contrario, la mayoría de ellos han sabido darle la vuelta a la tortilla gracias a la magia de la creación, la creatividad, la cooperación y la tolerancia al vértigo que genera cualquier nuevo proyecto que se emprende. Emprendimiento y victimismo son como el agua y el aceite.
En esta metáfora de la transformación espiritual Nietzscheana (camello-león-niño), algunas personas se quedan a mitad de camino, dentro del resentimiento que cronifica el dolor. Los victimistas son un claro ejemplo de ello. Estos sujetos se aferran a un sentimiento profundo de injusticia que les dota de legitimidad moral para perpetuar eternamente una indignación que les excusa de dar pasos hacia su prosperidad. Con esta filosofía se perpetúan sociedades y culturas organizacionales hipersensibles que censuran toda argumentación, concepción e idea que comprometa su visión mohína de la verdad representada en su popular manía de imponer los límites de la corrección moral.
Porque a los victimistas la verdad no les interesa, tampoco los datos contrastados, los hechos científicamente demostrados, el conocimiento y la competencia, o una lógica y sentido común aplastantes; ellos siempre buscarán una explicación emocional a su ortodoxa aflicción en beneficio de ellos mismos y su encomiable causa ética.
La política demagógica, por ejemplo, se aprovecha de estos principios para tentar a las personas con la idea de un nulo sentido de responsabilidad respecto a la mejora de sus condiciones. Los políticos manipuladores siempre le dirán al victimista que no es responsable de que las cosas le vayan mal; les dirán “estás así por la culpa de otros y si me das tu apoyo, yo puedo darte todo lo que siempre quisiste y tú, a cambio, no tienes que hacer nada más que apoyarme acríticamente en ese objetivo hacia una vida mejor para ti”. Las organizaciones, tampoco están ajenas a este tipo de liderazgos encarnados por “salvadores” que acaban cediendo a un victimismo de difícil solución.
Axel Kaiser, Doctor de la Universidad de Heidelberg y Director Cátedra Friedrich Von Hayek UAI, comenta en su artículo “el culto a la debilidad. La nueva ideología”, que “esta promoción del victimismo se ha visto reflejada en la llamada «corrección política», impostura intelectual que busca censurar todas las opiniones y expresiones que grupos supuestamente vulnerables consideren ofensivas, incluyendo las conclusiones de estudios científicos que no se ajusten a la ideología difundida en las facultades de humanidades y ciencias sociales.”
El autor afirma que “Haidt y Lukianoff defendieron que, la incapacidad psicológica de lidiar con el conflicto conduce a buscar la protección de una autoridad que se imponga por la fuerza para acallar al otro. En el actual ambiente de creciente polarización, lo anterior permite anticipar que las tendencias intolerantes se acentuarán en el futuro deteriorando el diálogo racional y la viabilidad de la democracia, pues esta requiere de ciudadanos capaces de resolver sus propios asuntos en un permanente ejercicio de tolerancia entre posturas opuestas. Como es evidente, ello resulta incompatible con el culto a la debilidad psíquica, el relativismo epistemológico y el discurso de odio tribal políticamente correcto que gradualmente ha pasado a dominar la discusión pública en occidente.”
Realmente creo que el éxito vital depende, en un alto porcentaje, de lo que las personas hagan con su dolor. Las personas con mayor madurez lo utilizarán para su propia transformación personal y la construcción de una vida lo más congruente y auténtica posible. Sin embargo, un victimista permanecerá anclado a su resentimiento y aferrado a un locus de control externo, incapaz de ver aquello que es necesario modificar en él mismo para transformar su situación y trascender(se). La triste realidad es que la principal víctima de un victimista es él mismo (y el reguero de «muertos» y «heridos» que deja a su paso).
Decía Nietzsche que los cambios que se dan en el seno de la concepción moral de la sociedad dan lugar a la entronización de imaginarios para los cuales es malo ser fuerte y es bueno ser débil. El victimista utiliza esa debilidad impostada como arma de manipulación para lograr que el otro le solucione sus problemas. Estas formas de manipulación sensacionalistas, por desgracia, se dan en demasiadas esferas vitales, también, en la organizacional.
El victimista, para preservar intacta su indigna fragilidad establecida sobre la corrección política, instaura subliminalmente un código moral que marca los límites de todo aquello que considera una amenaza o una ofensa para su propia dignidad. El victimista no se siente cómodo con la emancipación y evolución del vitalista y, como cualquier persona mediocre que está asustada, aplica todo tipo de estratagemas para difamarlo y eliminarlo de la ecuación desde la superioridad moral. No puedo resistirme a citar a Albert Camus cuando dice que “la necesidad de ser políticamente correcto es la muestra de una mente vulgar”, para este autor esforzarse en serlo supone limitar la propia libertad; por eso, un victimista es esclavo de sí mismo, condenado a vivir de lo que logre hacer que los demás hagan por él.
El vértigo a la libertad y la autonomía no conquistada por méritos propios, la incapacidad de superar la posibilidad de transformarse en “niño”, así como la frustración de lidiar con personas poco manipulables e independientes, son difícilmente digeribles por este tipo de sujetos. Como dice la filósofa Susan Neiman en su último artículo en Ethic, hay personas que se sienten cómodas explotando su posible victimismo, dice “hoy parece que tienes más autoridad por haber sido víctima”.
En las organizaciones (y resto de esferas vitales) el victimismo es una fuente inagotable de manipulación. Con los años me he percatado de que cuando acaban medrando este tipo de culturas se suelen dar simultáneamente dos variables que se retroalimentan conformando el círculo vicioso de la incompetencia más esperpéntica: a) líderes paternalistas con egos desmedidos salvadores de la opresión y sufrimiento injustificado de sus “pobres” seguidores, b) “víctimas” afligidas poco comprometidas con su desarrollo, crecimiento y capacidad emprendedora.
Sería idóneo poder neutralizar esta realidad con estilos éticos de liderazgo que fomenten más (intra)emprendimiento y menos victimismo; profesionales que gestionen el valor de la (auto)confianza, la responsabilidad, la incomodidad de cualquier proceso de aprendizaje (y desaprendizaje), el respeto por el conocimiento, la competencia, la excelencia y la innovación; pensadores críticos que combatan ese exceso de emocionalidad e hipersensibilidad impropia de ese “niño” Nietzscheano que no ha perdido ni su sentido del humor, ni su espontaneidad necesarios para sobrevivir con una sonrisa a esas interminables jornadas de trabajo.